Un día en la vida de un yonqui de Atenas

Los recortes hacen aún más difícil la vida de los yonquis en el sistema sanitario griego

Fotografías de Ángel Ballesteros
Una del mediodía, centro de Atenas. En una de las aceras de la calle Agisilau,cinco heroinómanos agachados preparan unos picos que consumirán ahí mismo, a plena luz del día. A cincuenta metros, en el patio de un edificio de viviendas, otros tres se inyectan una mezcla de heroína y morfina a la que llaman “el té”. A dos calles, en las escaleras de un portal, dos hombres y un mujer hacen lo mismo. Cien metros más lejos, en la calle Socratous, un grupo de 10 chicas hace cola para comprar. El camello les da una bola envuelta en plástico rosa a cada una y se dispersan para consumirla por las calles colindantes. Cuatro más en un parque cercano. 
De noche es aún más visible. Cientos de yonquis se meten chutes en los alrededores de la plaza Omonia. No es el único lugar: la heroína también está presente junto a la universidad politécnica, en la plaza Exarjia, en el puerto de El Pireo, en Egáleo, en la plaza Victoria... El parque Pedio Tou Areos es conocido por ser el lugar de venta y consumo de la sisa, la nueva y devastadora droga similar a la metanfetamina. 
Según el Centro Helénico para el Control y la Prevención de Enfermedades(HCDCP), en 2011 había 3.500 consumidores de droga por vía intravenosa en Atenas. Durante la crisis, los programas de prevención y reducción del daño para toxicómanos han sufrido drásticos recortes. El 30 por ciento de la población griega está excluida del sistema público de salud; los yonquis se llevan la peor parte.
Chris es uno de ellos. Tiene cuarenta años. Lleva veinte viviendo en la calle. Contesta a nuestras preguntas mientras prepara la solución líquida que se inyectará durante la conversación. Habla correctamente en inglés, es muy simpático y amigable. Tiene el cuerpo repleto de tatuajes. En ellos, los característicos cinco puntos entre el pulgar y el índice de su mano izquierda que revelan que ha pasado una temporada en la cárcel.
Dicen que la droga de Grecia es basura, que no merece la pena si no estás enganchado
“Esto no es heroína de verdad. Es una mezcla de opiáceos que se disuelve directamente en agua. No hace falta calentarla en una cucharilla” explica mientras revuelve con suavidad una dosis en el tapón de una botella de agua. “Grecia es lugar de paso de la heroína. Viene de Afganistán, Irán y Turquía, pero aquí no se queda casi nada. La droga que consumimos es una mierda. Ojalá fuera más pura. Esto apenas coloca, sólo sirve para quitarte en mono”.
“Disculpa un momento”, dice mientras se levanta. Se abre los pantalones cortos, se pone la inyección en la ingle, se sienta y sigue hablando. Vuelve a empujar el émbolo de la jeringa hacia atrás para absorber agua y la vacía contra la pared. Lo hace varias veces, hasta que parece limpia. En la pared quedan unas manchas de color rosa. Es sangre diluida. Le pone la tapa y la guarda cuidadosamente en una bolsa de plástico, que mete en la mochila sobre la que se vuelve a sentar.
“Vivo de la mendicidad. Prácticamente todo el dinero que consigo lo gasto en droga. Si tengo cinco euros, me meto un chute. Si tengo cien, me meto veinte” dice con resignación. “También saco algo para alimentarme. Si vas a una taberna a pedir los restos de comida te echan a patadas. Nos tratan peor que a un perro callejero. De hecho, a ellos sí les dan las sobras.” 
Makis está sentado cerca, en el bordillo de la acera. Nació hace 35 años en Atenas. Lleva enganchado la mitad de su vida. Tiene la cara reventada: el ojo hinchado y morado, heridas y raspones por todo el cuerpo, porque un coche le atropelló hace dos días. Habla inglés y griego, se queja del dolor de la heridas.
Cuando, un rato después de conversar, el fotógrafo les pide permiso para hacer fotos sin mostrar sus caras, Makis responde que puede sacar también los rostros. “Somos lo que somos, no me avergüenzo. Si es para publicar en España, saca lo que quieras”. “España… Buenos equipos de fútbol y buena droga. Aquí se cuenta que vuestra cocaína es muy pura” dice Chris. “A mí no me gusta mucho la coca, pero si es buena como la vuestra, la tomaría”.
Ambos coinciden en que las enfermedades infecciosas han aumentado mucho durante los años en los que se han aplicado medidas de austeridad. “Lo vemos cada día, hay mucha más gente enferma en la calle”. La mayoría de los hospitales ya no atienden a toxicómanos, se han reducido las partidas para el reparto de jeringuillas, que ya no son de un solo uso. 
Los estudios reflejan un aumento del VIH por contagio intravenoso alarmante durante la crisis. Según un estudio publicado en la revista médicaThe Lancet, en 2008 se registraron 9 contagios en usuarios de drogas inyectables. En 2009 y 2010 hubo 15 y 25 contagios respectivamente. En 2011, 307. En 2012 hubo 484 nuevos casos. En 2013 fueron casi 1.000. El año pasado se superó esa cifra.
Durante la conversación, no dejan de llegar heroinómanos. Mismo ritual: se agachan o sientan en la acera, disuelven la dosis en agua, clavan la aguja en el pie, la ingle, la mano o el brazo, extraen un poco de sangre que se mezcla con la droga en la propia jeringuilla, aprietan el émbolo y desaparece bajo su piel. Muchos tienen el típico aspecto enfermizo de los yonquis, pero otros no.Varios de los que llegan van bien vestidos, son corpulentos y no tienen la mirada perdida. Se meten el pico y marchan a paso firme. A ninguno parece molestarle la presencia de periodistas. No les hacen caso y se inyectan con absoluta normalidad, como quien fuma un cigarro en la calle.
Conozco varios casos de gente que ha muerto mientras esperaba. A un amigo mío le dieron cita para dentro de un año
Entre ellos hay un somalí que prefiere no dar su nombre real; se presenta como John. Parece muy joven aunque dice que tiene veintiocho años. Su familia vive en Holanda, él lleva en Grecia desde 2004. Dice que la droga de Grecia es basura, que no merece la pena si no estás enganchado.“Cuidado, maderos” espeta mientras sostiene la jeringuilla. Una patrulla de policía en moto se detiene al lado. Echan un vistazo y se van sin decir nada. John se mete el pico y se queda adormecido por unos instantes.
Llega un tipo de unos treinta años con gafas de sol y ropa de marca. Dice algo a los periodistas que estos no logran entender. John se activa, se levanta del suelo y, tras disculparse con un “perdonad, ahora vuelvo” se va con el de las gafas a la esquina en la que instantes antes estaban los policías. ¿Es el camello? “No”, dice Chris. “El dealer es John. Lleva varias dosis en la boca. Si le cachea la policía se las traga”.
Debido a los recortes, ahora los programas de desintoxicación tienen largas listas de espera. “ Conozco varios casos de gente que ha muerto mientras esperaba. A un amigo mío le dieron cita para dentro de un año”, dice Chris. “Yo llevo en un programa de esos varios años”, replica Makis. “Combino la metadona que me dan allí con lo que encuentro por la calle”. Chris y él se pierden en una larga conversación sobre miligramos, fármacos variados, combinaciones de opiáceos y benzopaminas. 
“¿Es cierto que en España hay sitios donde puedes ir a meterte el pico con sofás y duchas?” pregunta Chris. Se refiere a los centros de consumo supervisado de drogas, conocidas popularmente como narcosalas. Inspiradas en los programas de reducción del daño de países como Suiza, las salas de venopunción han demostrado gran eficacia en Madrid, Barcelona y Bilbao.
El objetivo de dichas salas es reducir la mortalidad por sobredosis, la morbilidad y las prácticas de riesgo asociadas al consumo. En los lugares en los que funcionan no se han vuelto a registrar muertes por sobredosis y prácticamente ha desaparecido la transmisión de enfermedades como el VIH o las hepatitis virales. Según datos de los profesionales que gestionan la narcosala de Bilbao, ninguno de los 120 casos de sobredosis registrados en ella ha acabado en muerte del usuario, gracias a la intervención del personal médico presente. Algo que no habría sido posible en la calle. Es decir, ha mejorado notablemente la supervivencia y la calidad de vida de los de usuarios de drogas por vía intravenosa.
“Aquí no hay nada de eso”, dice Chris. “A nadie le gusta pincharse en la calle, pero no tenemos dónde ir. A veces la policía hace redadas. Nos sube a autobuses y nos lleva a algún barrio de la periferia para que los turistas no nos vean en el centro. Pero volvemos y volvemos a drogarnos en la calle, porque no tenemos otro sitio”.
Al cabo de un rato vuelve John, el somalí. Está nervioso. Pide insistentemente un euro para pillar cocaína. Saca una bola envuelta en plástico de la boca. “¿Queréis? Son sólo cinco euros. Va, colega, dame esto que quiero pillarme una coca”.
—Si tienes dinero o una familia es fácil salir de esto. —Es mentira, lo fácil es entrar
Desde que un reportaje la diera a conocer, en Atenas se habla mucho de la sisa, una droga local. Se trata de metaanfetamina cristalizada, cortada con ácido de pila. Cuesta tres euros por gramo y dicen que los efectos de una dosis duran doce horas, por lo que es mucho más barata que la heroína o la coca.
Chris, Makis y John dicen que la sisa “es una mierda”. “Lo que hay aquí no escrystal meth de verdad. Es líquido de baterías de coche. No se te ocurra probarla nunca”, dice John. Makis coincide: “Te destroza por dentro. Pero no hay tanta gente que se meta sisa. Sólo los que están en el parque Pedio Tou Aeron. Es muy poca gente pero los periodistas la han hecho muy famosa”.
Ninguno de los tres se muestra convencido de dejar las drogas. “Yo llevo toda la vida en esto. Estoy en un programa pero no creo que salga. No me importa demasiado. Lo que me preocupa hoy es que tengo hambre. Mañana, ya veremos” dice Chris. “Me gustaría que este reportaje sirviera para que nadie pruebe la heroína”, dice Makis. “En realidad, si tienes dinero o una familia que te apoya es fácil salir de esto”, afirma Makis. “Es mentira”, contesta John. “Lo que es fácil es entrar”.

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